ALAS NOCTURNAS Robert Silverberg I Ruma es una ciudad construida sobre siete colinas. Dicen que fue una gran capital en uno de los ciclos pasados. De esto no sé nada, puesto que pertenezco a la hermandad de los Vigías y no a la de los Memorizadores; pero cuando hube divisado por primera vez a Ruma, al llegar desde el sur en el crepúsculo, pude darme cuenta de que realmente debió haber sido muy importante. Aún ahora es una gran ciudad, con muchos miles de habitantes. Sus altas torres se erguían destacándose contra el sol poniente. Las luces comenzaban a brillar, atractivas. Hacia mi izquierda el cielo se incendiaba a medida que el sol iba renunciando a sus dominios. Franjas de colores azul, violeta y carmesí se enroscaban y retorcían en la danza precursora de la noche. A mi derecha, ya estaba oscuro. Traté, sin éxito, de identificar las siete colinas, sabiendo sin embargo que ésta era la Ruma majestuosa, hacia la cual todos los caminos conducían. En ese momento sentí reverencia y respeto por las obras de nuestros antepasados. Nos detuvimos a descansar a la vera del largo camino recto, siempre mirando hacia Ruma. Entonces hablé: —Es una bella ciudad. Creo que hallaremos trabajo. Cerca de mi Avluela movió sus alas irisadas. —¿Y comida? —preguntó con su voz aguda—¿Y refugio? ¿Y vino? —También—repliqué—, hallaremos también todo esto. —¿Cuánto hace que caminamos, Vigía?—me preguntó. —Dos días y tres noches. —Si lo hubiera hecho volando, hubiera tardado mucho menos. —Tú sí—le contesté—, pero nos hubieras dejado muy atrás, para nunca volvernos a ver. ¿Es ése tu deseo? Entonces se me acercó y frotó cariñosamente la burda tela de mi manga. Luego se apretó contra mí tal como lo hubiera hecho un gatito mimoso. Sus alas se desplegaron, y eran un sutil encaje, a través del cual se distorsionaban mágicamente las luces del crepúsculo y las que se iban encendiendo en la ciudad. Pude sentir entonces la fragancia de su pelo, mientras la rodeaba con mis brazos envolviendo su cuerpo estilizado como el de un muchachito. Me dijo: —Tú sabes que mi deseo es quedarme contigo para siempre, Vigía. ¡Para siempre! —Sí, Avluela. Y seremos felices—dije, mientras la soltaba. —¿Entraremos en Ruma ahora? —Creo que deberíamos esperar a Gormon —le dije mientras hacía un gesto negativo con la cabeza—Pronto estará de vuelta de sus exploraciones.—No quise que supiera que estaba agotado. Era una niña de diecisiete años; ¿qué podía saber del cansancio de la edad? Soy viejo. Es verdad que no tan viejo como Ruma, pero bastante viejo. —Mientras esperamos, ¿puedo volar? —Vuela—le dije. Me acuclillé al lado del carrito y acerqué mis manos al calor del generador, que vibraba rítmicamente, mientras Avluela se preparaba a volar. Primero se quitó los vestidos, porque sus alas son débiles y no pueden levantar el peso agregado. Con destreza y suavidad se liberó de las burbujas vítreas que cubrían sus pies, de la chaqueta carmesí y de los suaves y peludos pantalones. La luz, al desvanecerse en el oeste, cubrió su esbelta figura. Como todos los Voladores, su cuerpo no tenía un gramo de más: sus senos se reducían a dos leves protuberancias, sus nalgas eran chatas y sus muslos tan delgados que cuando estaba de pie quedaba entre ellos una amplia separación. ¿Pesaría cincuenta kilos? No creo que tanto. Mirándola, y por comparación, me sentí gordo, ligado a la tierra, un ser de grosera continencia, y sin embargo no soy grueso ni pesado. Cerca del camino se puso de rodillas en tierra, con la cabeza tocando el suelo, musitando el ritual de los Voladores. Me daba la espalda. Sus delicadas alas temblaban llenas de vida y la nimbaron de rosa, como una frágil capa batida por el viento. Nunca fui capaz de comprender cómo tan tenues alas podían levantar siquiera una forma tan grácil como la de Avluela. No eran alas de halcón, eran alas de mariposa, surcadas por venas, y transparentes, con zonas pigmentadas de ébano, turquesa y escarlata. Un fuerte ligamento las unía a los chatos músculos que tenia debajo de los omóplatos, pero carecía de las bandas de fuertes tendones que son necesarios para el vuelo y del macizo hueso del pecho común a las criaturas voladoras. Oh, bien sé que los Voladores usan algo más que sus músculos para remontarse y que en sus iniciaciones existen rituales mágicos. Aun siendo yo miembro de los Vigías, era escéptico en lo que se refería a las hermandades más misteriosas. Avluela terminó de musitar su ritual. Se puso de pie y aprovechando la brisa, se elevó a cierta distancia del suelo. Allí se mantuvo, suspendida sobre el cielo y la tierra mientras sus alas se movían frenéticamente. Todavía no había oscurecido y las alas de Avluela eran solamente alas para la noche. De día no podía volar, pues la terrible presión del viento solar la precipitaría a tierra si lo hiciera. Ahora, a mitad de camino entre el crepúsculo y la oscuridad, no era, aún el mejor momento para elevarse. La vi lanzarse hacia el este, recortándose contra el resto de luz. No solamente sus alas, sino también sus brazos batían el aire; su carita revelaba la intensa concentración mientras sus delgados labios repetían las palabras de su hermandad. Se plegó sobre si misma y luego salió disparada, la cabeza hacia un lado y las piernas a otro y, abruptamente, comenzó a flotar horizontalmente, mirando hacia abajo, batiendo el aire con sus alas. ¡Arriba, Avluela, arriba! Y arriba iba, conquistando por el mero esfuerzo de su voluntad los vestigios de luz aún existentes. Con placer contemplé su desnuda figura recortándose sobre la oscuridad. La podía ver claramente pues los ojos de un Vigía son agudos. La altura a la que volaba era de cinco veces la suya propia; ahora, sus alas se hallaban totalmente desplegadas, y esto hacía que las torres de Ruma se eclipsaran parcialmente para mí. Me saludó con la mano. Le tiré un beso y le dije palabras de amor. Los Vigías no se casan ni tienen descendencia, pero Avluela era como una hija para mí y me enorgullecía enormemente el verla volar. Hacia ya un año que viajábamos juntos, desde que nos habíamos encontrado en Agupto, pero a mí me parecía que la hubiera conocido toda mi larga vida. Ella fue quien me insufló renovadas fuerzas. No sé cuál fue la escondida faceta mía que ella logró revelar. ¿Seguridad? ¿Sabiduría? ¿Una continuidad con los tiempos que precedieron su nacimiento? Todo mi anhelo consistía en que ella me profesara el mismo cariño que yo le tenia. Ahora se hallaba lejos. Estaba entregada a múltiples piruetas, zambullidas, elevaciones, giros y alados pesos de danza. Su largo pelo renegrido volaba alrededor de ella. Su cuerpo parecía solamente un apéndice de las dos enormes alas que relucían, pulsaban y brillaban en la noche. Se elevó, feliz de su aérea libertad, haciéndome sentir aún más pegado al suelo, y como un rayo se dirigió ligera en dirección a Ruma. Todo lo que vi de ella fueron las plantas de sus pies, las puntas de sus alas, y luego desapareció. Suspiré y puse mis manos bajo mis brazos, para calentarlas. ¿Por qué sentía frío mientras una muchachita como Avluela podía volar desnuda por el aire? Nos hallábamos en la duodécima de las veinte horas, momento en que yo debía realizar mi tarea de Vigía. Fui hasta el carretón, abrí las cajas y preparé los instrumentos. Algunas de las cubiertas de los diales estaban ya borrosas y amarillentas, las agujas habían perdido su fluorescencia; las cubiertas de los instrumentos tenían manchas de salitre, restos de la época en que los piratas me asaltaron en el océano terrestre. Los niveles y los señaladores, gastados y resquebrajados, respondieron a mi contacto, cuando comenzaron las operaciones preliminares. Primero se ruega para obtener una mente pura y perceptiva; luego se crea la afinidad para con los instrumentos y finalmente se precede a realizar la observación propiamente dicha, interrogando a los cielos en búsqueda de los enemigos del hombre. Tales son mi habilidad y mi pericia. Mientras manipulaba llaves y botones trataba de dejar mi mente libre de todo otro pensamiento, a fin de que yo mismo me transformara en una extensión de mis instrumentos. Acababa de traspasar el umbral, y me hallaba en la primera fase de mi tarea de Vigía cuando oí una voz resonante que dijo a mis espaldas: —Bien, Vigía, ¿cómo va eso? II Me desplomé sobre mi carrito. Sentía un verdadero dolor físico cuando alguien me arrancaba tan inesperadamente de mi trabajo. Por un momento me pareció que garras gigantescas atenazaban mi corazón. Mi cara se enrojeció, mis ojos se negaban a enfocar y la saliva escapaba de mi boca. Tan pronto como me fue posible tomé las medidas protectoras adecuadas para aliviar el esfuerzo metabólico y me aparté de mis instrumentos. Ocultando mi temblor cuanto me fue posible, me volví. Gormon, el otro miembro de nuestro grupo, había aparecido y se hallaba parado, con cierto garbo, a mi lado, mientras reía divertido por mi malestar. Sin embargo, no pude enojarme. No se debe demostrar disgusto hacia una persona sin hermandad, no importa cuál fuere la provocación recibida. Con esfuerzo, le dije: —¿Has pasado bien este rato? —Ya lo creo. ¿Dónde está Avluela? Señalé hacia arriba. Gormon asintió. —¿Qué has hallado?—le pregunté. —He averiguado que esta ciudad es, indudablemente, Ruma. —Nunca lo dudé. —Yo sí. Pero ahora tengo pruebas. —¿Cómo dices? —Mira en mi sobrebolsa. De su túnica sacó su sobrebolsa, la abrió para poder introducir en ella su mano y refunfuñando, comenzó a sacar un objeto pesado. Era una...
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