Peter Benchley - La Isla [español].pdf

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Peter Benchley
para Tracy y Clay
1
El barco estaba al ancla, y tan inmóvil como si lo hubiesen soldado a la
superficie. A tal distancia de la costa debieran darse, en condiciones ordinarias,
olas que, secuela de lejanas tempestades, lo hicieran cabecear con violencia ante un
horizonte vertiginoso. Pero un sistema de altas presiones llevaba más de una
semana instalado sobre el Atlántico, entre Haití y las Bermudas, y, vacío el cielo
aun de las nubes que preconizan bonanza, los reflejos del sol de mediodía daban al
mar el aspecto de una lámina de acero bruñido.
Hacia el este, una rielante mancha gris —imagen refracta de una pequeña
isla sita más allá del horizonte— colgaba a un milímetro del confín del mundo. Al
oeste, sólo ondas de calor que se alzaban danzantes.
Dos hombres, a popa, pescaban provistos de simples sedales de un solo hilo.
Llevaban andrajosos calzones cortos y camisetas de media manga, de un blanco
desaseado por demás, y se cubrían con sombreros de paja, de ala ancha. Uno u
otro, a intervalos, hundía en el agua un cubo con el que baldeaba la fibra de vidrio
de la cubierta que pisaban descalzos. Entre ambos, y en el lugar que hubiera
correspondido a la cofa, vueltas boca abajo, algunas cajas de cartón, antiguo
embalaje de botellería, formaban una improvisada mesa que aparecía cubierta de
despojos de pescado: cabezas, tripas y manojitos de aguanosas sardinas.
Para evitar que los sedales marcasen el latón que guarnecía la barandilla,
ambos pescadores los sujetaban con la mano, el encallecido índice pronto a
percibir el suave tirón, prueba de que abajo, a cien brazas de profundidad, habían
picado.
—¿Lo sientes?
—No. Pero sé que está ahí... Con tal que las cabrillas le dejen acercarse...
—La marea tira como una mala cosa.
—Y que lo digas. No sé adónde me va a llevar el cebo. Un olor de cocina se
deslizó hacia la popa, donde se mezcló con el husmo de los despojos caldeados por
el sol.
—¿Con qué pensará envenenarnos hoy el cabrón del portugués?
—Con morro de cerdo, si el olfato no me engaña.
Un pez de gran tamaño había picado el cebo, en la oscuridad de la sima
abierta bajo el barco, y con él corría hacia una cavidad rocosa.
El que sostenía ese sedal fue a dar contra la borda, donde apoyó las rodillas,
para no ser arrastrado, al tiempo que comenzaba a halar del hilo alternando las
manos: un metro con la diestra, un metro con la izquierda, otro con la primera.
—¡Maldita sea! ¡No te dije que estaba ahí!
—Seguro que es un tiburón.
La Isla (1979)
—¡Qué coño va a ser un tiburón! ¡Sería la Moby Dick de la especie!
Como la presa iniciase una nueva escapada, el pescador apretó los dientes,
dolorido por la fricción del hilo, al que se aferraba con todo el alma.
El sedal quedó flojo.
—¡Me cago en su padre!
El segundo hombre rompió a reír.
—Amigo, la pesca no se hizo para ti. Le has arrancado el anzuelo.
—¡Que va! Él, que ha cortado el hilo.
—Mucho lo ha cortado.
El otro fue recuperando el aparejo, atento a no enredarlo según se
amontonaba el hilo en la cubierta. Anzuelo y plomada habían desaparecido, y el
sedal estaba seccionado.
—¿No te lo dije? Lo cortó.
—¿Y yo? ¿No te anticipé que era un tiburón?
El pescador burlado renovó sedal y anzuelo. Luego tomó dos de las sardinas
medio congeladas que les servían de cebo, se comió una de ellas y prendió la otra
en el anzuelo pasando éste a través de los ojos, el lomo y la cola. A continuación,
lanzó el aparejo por encima de la borda y dejó que el hilo se le deslizase entre los
dedos.
—Oye, Dickie.
—¿Qué?
—¿Cuándo dijo el capitán que llegarían?
—Mañana, a eso de mediodía. Saldrá al encuentro del avión sobre las once,
y a mediodía estará en el muelle. Depende, claro, del follón que se le presente.
—¿Y qué clase de médicos dices que son?
—Te lo he repetido ya cien veces, Nelson: neurocirujanos.
Nelson rompió a reír.
—Tiene gracia.
—Yo no se la veo.
—Ya me dirás: médicos de la cabeza saliendo de pesca. ¿Para qué?
—Los neurocirujanos no son médicos de la cabeza, como tú dices.
—Ah ¿no? Pues cuando aquel tío de las Bermudas me atizó en la cabeza con
el martillo, lo primero que hicieron fue mandarme al neurocirujano.
—Sí, ya me lo has contado.
—Pero, como no sacaba el agua clara, me puso en manos de un checo.
—Bueno, en todo caso no hay ninguna ley que les prohíba pescar a los
neurocirujanos. Y lo importante, según dijo el capitán, es que pagan por
adelantado. —Dickie hizo una pausa.
—¿Cuántos serán? ¿Lo recuerdas?
—No llegué a enterarme.
Dickie llamó voz alta:
—¡Manuel!
—¡Mande, señor Dickie!
El que había aparecido en la puerta de la cámara era un muchacho menudo
y cimbreño, de doce o trece años de edad, a cuyo cutis el sol había dado un tono
pardo oscuro. Tenía el cabello pegoteado en la frente por causa del sudor que
manchaba también la pechera de su almidonada camisa blanca.
—¿Cuántos...? —Dickie se interrumpió—. ¡Maldito portugués de la mierda!
¡Te dije que no te pusieras el uniforme si no hay pasajeros a bordo!
—Pero es que...
—¡Mírate esos pantalones, chiquillo! ¡Si parece que te hubieras cagado!
El muchacho examinó la prenda. El sofocante calor de la cámara había
hecho desaparecer las rayas y tenía salpicones de aceite en los pernales.
—¡Es que no tengo otros pantalones!
—Pues así te hayas de pasar toda la noche lavando, mañana, al despuntar el
día, los quiero blancos como el culo de un ángel.
Nelson sonrió.
—Quién sabe, Dickie: es posible que a esos médicos les gusten los
portuguesitos sucios...
—A lo mejor tienes razón, Nelson. ¿Qué dices tú, Manuel? ¿Les dejamos a
los neurocirujanos que se diviertan contigo? El muchacho abrió mucho los ojos.
—No, señor Dickie. No quiero nada de eso.
—¿Cuántas literas has preparado?
—Ocho. Como dijo el capitán.
Nelson olisqueó el aire.
—¿Qué demonios estás guisando, chico?
—Morro de cerdo, señor Nelson.
—Nunca me cansaré de decirlo, Nelson —terció Dickie—. Es para lo único
que sirves.
Lavadas ya ollas y cazuelas, limpios y guardados los platos, fregado el suelo
de la cocina, no le quedaba a Manuel nada que hacer. Le hubiera gustado cerrar la
puerta que daba a cubierta, conectar la televisión y el aire acondicionado y
tenderse en el diván del saloncito. Pero el aparato de aire acondicionado no se
enchufaba como no fuese para solaz de los pasajeros, el televisor no daba señal y el
sofá, como el resto del moblaje, aparecía bajo un protector sudario de material
plástico.
Había una librería atestada de libros en rústica, y Manuel hubiera podido
retirarse a su catre y leer; pero su capacidad de lectura se limitaba a las letras de
molde de los embalajes de congelados, las etiquetas del instrumental náutico y los
lugares que indicaban las cartas de navegación. Resuelto a mejorar su instrucción,
había estado estudiando los textos que traían al pie las ilustraciones de revistas
como People, US, Playboy Penthouse y Yachting, desechadas por el pasaje, pero
tenía la impresión de haber sacado ya de ellas cuanto pudieran ofrecerle.
Dickie y Nelson seguían pescando a popa. El chico pudo haberse preparado
un aparejo y reunirse con ellos, y lo hubiera hecho, a poco que les respondiera la
pesca. Porque las burlas que ambos hombres cambiaban crecían en proporción
inversa al resultado de las capturas, y, en un día tan propicio como aquel, no iban a
cesar. Sabía Manuel que, si se arrimaba a ellos, se convertiría en nuevo blanco de
sus chanzas, y eso era algo que detestaba.
De manera que Manuel se lavó la ropa, la planchó, y, luego, volvió a ganarle
el aburrimiento. Con unos calzoncillos por todo vestido, se dirigió hacia la popa.
El sol comenzaba a rozar, dilatado, los confines de poniente, y la luna,
presente ya, era como una pálida raja de limón en el azul gris del cielo.
—Señor Dickie, ¿quiere que saque las fundas de las sillas y las demás cosas?
Dickie no respondió. Las yemas de los dedos aplicadas al hilo, trataba de
determinar si los suaves tirones y las sacudidas que registraba eran el mordisqueo
de un pequeño o la primera acometida de uno de gran tamaño. Haló del hilo a fin
de hincar el anzuelo, fracasó en el intento y se serenó.
—No, déjalo. Tendrás tiempo de sobra, por la mañana. Pero, si estás
tocándote los santísimos, podrías llenar la alacena de las bebidas.
—Sí, señor...
—Y, cuando hayas terminado, nos traes un ron.
—¿Puedo poner la radio?
—Puedes. Un poco de prédica no te vendrá mal. Te limpiará el magín de
malos pensamientos.
Manuel regresó al saloncito, donde, en un armario situado bajo el televisor,
se encontraba el equipo de radio: un aparato de banda única; el de banda de
cuarenta canales, para uso civil; uno de VHF ; y el normalizado, de AM - FM . A esa
hora del día, la mayor parte de las bandas de recepción y transmisión eran una
batahola de conversaciones entre pesqueros cubanos que comentaban las capturas
del día, gente que, a bordo de buques de recreo, se comunicaba con los Estados
(por intermedio de la Estación Marítima de Miami), y miembros de la flota de
bajura que advertían de su fecha de regreso a sus esposas. Apenas conectar el
receptor AM , Manuel percibió la voz anodina de El Portavoz del Salvador: un
predicador de Indiana que grababa en South Bend programa religiosos cuyas
cintas remitía por correo a la emisora evangélica de Cape Haïtien. La mayoría de
las embarcaciones que surcaban las aguas comprendidas entre los 20 y 22º de
latitud norte y los 70 y 73º de longitud oeste mantenían sus receptores
sintonizados en la WJCS (Jesucristo Salvador), por ser aquella la única emisora que
se captaban sin interferencias y emitía regularmente boletines meteorológicos
referidos a aquella zona. Los partes del U . S . Weather Bureau, de Miami, que eran
de buen fiar respecto a Florida y las Bahamas, resultaban, en cambio, notoria y
hasta peligrosamente malos en cuanto a la traicionera depresión oceánica
comprendida entre Haití y la Isla de Acklins.
«... y ahora, camaradas de a bordo», salmodiaba el Portavoz del Salvador, «los
invito a reunirse con nosotros aquí, en el Puerto del Buen Reposo. Porque sépanlo,
camaradas de a bordo, no hay alma, de las que surcan el mar de la vida, que no esté
lanzando al cielo su bengala de socorro. Más Cristo, si se lo permites, se situará a
un lado tuyo ante el timón...»
Manuel enrolló un extremo de la alfombra del saloncito, levantó una
trampilla y saltó al interior de la pequeña bodega. Allí, provisto de una linterna de
pilas que pendía del mamparo, paseó su haz luminoso sobre las incontables cajas
de alimentos enlatados, refrescos e insecticidas, las bolsas de malla que contenían
patatas y cebollas, los paquetes de jamones embalados en papel, los botes de tocino
canadiense y de pavo en conserva. Agachándose se internó en la exigua cala, en
busca de un par de cajas de licor. Tres, a lo sumo, se dijo. Treinta y seis botellas
alcanzarían de sobra a las necesidades de ocho pasajeros —cuatro de ellos mujeres,
menos bebedoras— para una estancia de siete días. Sabía, además, que el pasaje no
encargaba más bebida de la que planease gastar, pues, si bien el precio del crucero
comprendía la pensión alimenticia, el consumo de alcohol se facturaba aparte, por
botellas cuyos sobrantes quedaban a bordo. Así lo establecía el reglamento.
Avanzó todavía unos pasos enfocando la linterna hacia el compartimento de
proa, que estaba abarrotado de cajas de licor. Para asegurarse, leyó y releyó las
letras de trepán que mostraban sus costados: scotch, gin, tequila, Jack Daniel's,
ron, Armagnac. Manuel repasó mentalmente los totales de personas, días y
botellas. Ciento cuarenta y cuatro de éstas para ocho pasajeros durante siete días.
Dos botellas y media por día y persona.
Arrodillado en la cubierta, la mirada fija en las cajas, Manuel sintió
malestar. El viaje iba a ser malo. Habría quejas por todo. Cuando el pasaje bebía
demasiado, nada le cuadraba: ni el tiempo ni las comodidades del barco ni la
comida ni la cantidad y calidad de las capturas ni, sobre todo, sus compañeros de
viaje. Dickie y Nelson, al igual que el capitán, eran insensibles a las patochadas. Su
edad, experiencia y fogueo bastaban para parar los pies a sus clientes. Lo cual
quería decir, como es natural, que los borrachos reservaban sus vitriólicas
intemperancias para el indefenso joven de Manuel.
Descansando la linterna en el piso, rasgó el embalaje de la caja de whisky
que más próxima tenía. El bar tenía capacidad para dos botellas de cada una de las
distintas bebidas: lo suficiente, cuando menos, para la primera noche.
La pesca se animó con el ocaso.
—Jamás lo hubiera creído —dijo Nelson según halaba del hilo con ambas
manos—. Si no tienen luz ahí abajo, ¿cómo saben, los maricones, que es la hora de
cenar?
—Llevan dentro un reloj natural. Lo he leído —dijo Dickie doblando el
cuerpo sobre la borda—. ¿Qué te parece el cabrón este, de ojos saltones?
Nelson echó mano del sedal y se hizo con la pieza: un snapper de opacos
ojos, de tonalidades rosado-bermejas y unos tres kilos de peso. Arrastrado a la
superficie, el aire había expandido su interior abultándole ojos y vientre. La lengua,
hinchada, obturaba la palpitante cavidad de la boca.
—Soberbio —comentó Nelson.
—Y que lo digas. ¡Manuel!
No hubo respuesta. El muchacho seguía en la cala, al otro extremo de la
embarcación. Desde el saloncito llegaban, acompañadas por un coro, las salmodias
del Portavoz del Salvador: «...acaso te digas, camarada de a bordo: ‘Pero si a mí
Jesús no puede amarme, pecador irredento como soy’. Pero esa es, precisamente,
la razón de su amor, camarada de a bordo...».
—¡Manuel! —volvió a gritar Dickie encaminándose hacia la cámara—.
¡Maldita sea, chico...!
Entonces, vueltos los ojos hacia el otro extremo del saloncito, por sus
ventanas delanteras distinguió un objeto que se acercaba, a la deriva, impulsado
por la rápida marea creciente.
—¡Eh, Nelson! —exclamó al tiempo que señalaba el objeto—. ¿Qué crees que
sea eso?
El otro se asomó a la borda. La media luz apenas le permitía distinguir lo
que Dickie señalaba. Era, en todo caso, un cuerpo oscuro, compacto, de doce o
quince pies de longitud, que flotaba, obviamente sin gobierno, en el sentido de las
manecillas del reloj.
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