Arthur_Conan_Doyle-Las_Aventuras_de_Sherlockholmes.pdf

(719 KB) Pobierz
Arthur Conan Doyle
Las aventuras de Sherlock Holmes
Índice
1. Escándalo en Bohemia
2. La Liga de los Pelirrojos
3. Un caso de identidad
4. El misterio de Boscombe Valley
5. Las cinco semillas de naranja
6. El hombre del labio retorcido
7. El carbunclo azul
8. La banda de lunares
9. El dedo pulgar del ingeniero
10. El aristócrata solterón
11. La corona de berilos
12. El misterio de Copper Beeches
I.
Escándalo en Bohemia
Para Sherlock Holmes, ella es siempre la mujer. Rara vez le oí mencionarla de otro modo. A sus ojos,
ella eclipsa y domina a todo su sexo. Y no es que sintiera por Irene Adler nada parecido al amor. Todas las
emociones, y en especial ésa, resultaban abominables para su inteligencia fría y precisa pero admirable-
mente equilibrada. Siempre lo he tenido por la máquina de observar y razonar más perfecta que ha conoci-
do el mundo; pero como amante no habría sabido qué hacer. Jamás hablaba de las pasiones más tiernas, si
no era con desprecio y sarcasmo. Eran cosas admirables para el observador, excelentes para levantar el velo
que cubre los motivos y los actos de la gente. Pero para un razonador experto, admitir tales intrusiones en
su delicado y bien ajustado temperamento equivalía a introducir un factor de distracción capaz de sembrar
de dudas todos los resultados de su mente. Para un carácter como el suyo, una emoción fuerte resultaba tan
perturbadora como la presencia de arena en un instrumento de precisión o la rotura de una de sus potentes
lupas. Y sin embargo, existió para él una mujer, y esta mujer fue la difunta Irene Adler, de dudoso y cues-
tionable recuerdo.
Últimamente, yo había visto poco a Holmes. Mi matrimonio nos había apartado al uno del otro. Mi com-
pleta felicidad y los intereses hogareños que se despiertan en el hombre que por primera vez pone casa pro-
pia bastaban para absorber toda mi atención; mientras tanto, Holmes, que odiaba cualquier forma de vida
social con toda la fuerza de su alma bohemia, permaneció en nuestros aposentos de Baker Street, sepultado
entre sus viejos libros y alternando una semana de cocaína con otra de ambición, entre la modorra de la
droga y la fiera energía de su intensa personalidad. Como siempre, le seguía atrayendo el estudio del cri-
men, y dedicaba sus inmensas facultades y extraordinarios poderes de observación a seguir pistas y aclarar
misterios que la policía había abandonado por imposibles. De vez en cuando, me llegaba alguna vaga noti-
cia de sus andanzas: su viaje a Odesa para intervenir en el caso del asesinato de Trepoff, el esclarecimiento
de la extraña tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee y, por último, la misión que tan discreta y
eficazmente había llevado a cabo para la familia real de Holanda. Sin embargo, aparte de estas señales de
actividad, que yo me limitaba a compartir con todos los lectores de la prensa diaria, apenas sabía nada de
mi antiguo amigo y compañero.
Una noche ––la del 20 de marzo de 1888–– volvía yo de visitar a un paciente (pues de nuevo estaba ejer-
ciendo la medicina), cuando el camino me llevó por Baker Street. Al pasar frente a la puerta que tan bien
recordaba, y que siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los siniestros incidentes del
Estudio en escarlata, se apoderó de mí un fuerte deseo de volver a ver a Holmes y saber en qué empleaba
sus extraordinarios poderes. Sus habitaciones estaban completamente iluminadas, y al mirar hacia arriba vi
pasar dos veces su figura alta y delgada, una oscura silueta en los visillos. Daba rápidas zancadas por la
habitación, con aire ansioso, la cabeza hundida sobre el pecho y las manos juntas en la espalda. A mí, que
conocía perfectamente sus hábitos y sus humores, su actitud y comportamiento me contaron toda una histo-
ria. Estaba trabajando otra vez. Había salido de los sueños inducidos por la droga y seguía de cerca el rastro
de algún nuevo problema. Tiré de la campanilla y me condujeron a la habitación que, en parte, había sido
mía.
No estuvo muy efusivo; rara vez lo estaba, pero creo que se alegró de verme. Sin apenas pronunciar pa-
labra, pero con una mirada cariñosa, me indicó una butaca, me arrojó su caja de cigarros, y señaló una bote-
lla de licor y un sifón que había en la esquina. Luego se plantó delante del fuego y me miró de aquella ma-
nera suya tan ensimismada.
––El matrimonio le sienta bien ––comentó––. Yo diría, Watson, que ha engordado usted siete libras y
media desde la última vez que le vi.
––Siete ––respondí.
––La verdad, yo diría que algo más. Sólo un poquito más, me parece a mí, Watson. Y veo que está ejer-
ciendo de nuevo. No me dijo que se proponía volver a su profesión. ––Entonces, ¿cómo lo sabe?
––Lo veo, lo deduzco. ¿Cómo sé que hace poco sufrió usted un remojón y que tiene una sirvienta de lo
más torpe y descuidada?
––Mi querido Holmes ––dije––, esto es demasiado. No me cabe duda de que si hubiera vivido usted hace
unos siglos le habrían quemado en la hoguera. Es cierto que el jueves di un paseo por el campo y volví a
casa hecho una sopa; pero, dado que me he cambiado de ropa, no logro imaginarme cómo ha podido adivi-
narlo. Y respecto a Mary Jane, es incorregible y mi mujer la ha despedido; pero tampoco me explico cómo
lo ha averiguado.
Se rió para sus adentros y se frotó las largas y nerviosas manos.
––Es lo más sencillo del mundo ––dijo––. Mis ojos me dicen que en la parte interior de su zapato iz-
quierdo, donde da la luz de la chimenea, la suela está rayada con seis marcas casi paralelas. Evidentemente,
las ha producido alguien que ha raspado sin ningún cuidado los bordes de la suela para desprender el barro
adherido. Así que ya ve: de ahí mi doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que posee
un ejemplar particularmente maligno y rompebotas de fregona londinense. En cuanto a su actividad
profesional, si un caballero penetra en mi habitación apestando a yodoformo, con una mancha negra de
nitrato de plata en el dedo índice derecho, y con un bulto en el costado de su sombrero de copa, que indica
dónde lleva escondido el estetoscopio, tendría que ser completamente idiota para no identificarlo como un
miembro activo de la profesión médica.
No pude evitar reírme de la facilidad con la que había explicado su proceso de deducción.
––Cuando le escucho explicar sus razonamientos ––comenté––, todo me parece tan ridículamente simple
que yo mismo podría haberlo hecho con facilidad. Y sin embargo, siempre que le veo razonar me quedo
perplejo hasta que me explica usted el proceso. A pesar de que considero que mis ojos ven tanto como los
suyos.
––Desde luego ––respondió, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en una butaca––. Usted ve, pero
no observa. La diferencia es evidente. Por ejemplo, usted habrá visto muchas veces los escalones que llevan
desde la entrada hasta esta habitación.
––Muchas veces.
––¿Cuántas veces?
––Bueno, cientos de veces.
––¿Y cuántos escalones hay?
––¿Cuántos? No lo sé.
––¿Lo ve? No se ha fijado. Y eso que lo ha visto. A eso me refería. Ahora bien, yo sé que hay diecisiete
escalones, porque no sólo he visto, sino que he observado. A propósito, puesto que está usted interesado en
estos pequeños problemas, y dado que ha tenido la amabilidad de poner por escrito una o dos de mis insig-
nificantes experiencias, quizá le interese esto ––me alargó una carta escrita en papel grueso de color rosa,
que había estado abierta sobre la mesa––. Esto llegó en el último reparto del correo ––dijo––. Léala en voz
alta.
La carta no llevaba fecha, firma, ni dirección.
«Esta noche pasará a visitarle, a las ocho menos cuarto, un caballero que desea consultarle sobre un asunto
de la máxima importancia. Sus recientes servicios a una de las familias reales de Europa han demostrado
que es usted persona a quien se pueden confiar asuntos cuya trascendencia no es posible exagerar. Estas
referencias de todas partes nos han llegado. Esté en su cuarto, pues, a la hora dicha y no se tome a ofensa
que el visitante lleve una máscara.»
––Esto sí que es un misterio ––comenté––. ¿Qué cree usted que significa?
––Aún no dispongo de datos. Es un error capital teorizar antes de tener datos. Sin darse cuenta, uno
empieza a deformar los hechos para que se ajusten a las teorías, en lugar de ajustar las teorías a los hechos.
Pero en cuanto a la carta en sí, ¿qué deduce usted de ella?
Examiné atentamente la escritura y el papel en el que estaba escrita.
––El hombre que la ha escrito es, probablemente, una persona acomodada ––comenté, esforzándome por
imitar los procedimientos de mi compañero––. Esta clase de papel no se compra por menos de media coro-
na el paquete. Es especialmente fuerte y rígido.
––Especial, ésa es la palabra ––dijo Holmes––. No es en absoluto un papel inglés. Mírelo contra la luz.
Así lo hice, y vi una E grande con una g pequeña, y una P y una G grandes con una t pequeña, marcadas
en la fibra misma del papel.
––¿Qué le dice esto? ––preguntó Holmes.
––El nombre del fabricante, sin duda; o más bien, su monograma.
––Ni mucho menos. La G grande con la t pequeña significan Gesellschaft, que en alemán quiere decir
«compañía»; una contracción habitual, como cuando nosotros ponemos «Co.». La P, por supuesto, significa
papier. Vamos ahora con lo de Eg. Echemos un vistazo a nuestra Geografía del Continente ––sacó de una
estantería un pesado volumen de color pardo––. Eglow, Eglonitz..., aquí está: Egria. Está en un país de
habla alemana... en Bohemia, no muy lejos de Carlsbad. «Lugar conocido por haber sido escenario de la
muerte de Wallenstein, y por sus numerosas fábricas de cristal y papel.» ¡Ajá, muchacho! ¿Qué saca usted
de esto?
Le brillaban los ojos y dejó escapar de su cigarrillo una nube triunfante de humo azul.
––El papel fue fabricado en Bohemia ––dije yo.
––Exactamente. Y el hombre que escribió la nota es alemán. ¿Se ha fijado usted en la curiosa construc-
ción de la frase «Estas referencias de todas partes nos han llegado»? Un francés o un ruso no habría escrito
tal cosa. Sólo los alemanes son tan desconsiderados con los verbos. Por tanto, sólo falta descubrir qué es lo
que quiere este alemán que escribe en papel de Bohemia y prefiere ponerse una máscara a que se le vea la
cara. Y aquí llega, si no me equivoco, para resolver todas nuestras dudas.
Mientras hablaba, se oyó claramente el sonido de cascos de caballos y de ruedas que rozaban contra el
bordillo de la acera, seguido de un brusco campanillazo. Holmes soltó un silbido.
––Un gran señor, por lo que oigo ––dijo––. Sí ––continuó, asomándose a la ventana––, un precioso ca-
rruaje y un par de purasangres. Ciento cincuenta guineas cada uno. Si no hay otra cosa, al menos hay dinero
en este caso, Watson.
––Creo que lo mejor será que me vaya, Holmes.
––Nada de eso, doctor. Quédese donde está. Estoy perdido sin mi Boswell. Y esto promete ser interesan-
te. Sería una pena perdérselo.
––Pero su cliente...
––No se preocupe por él. Puedo necesitar su ayuda, y también puede necesitarla él. Aquí llega. Siéntese
en esa butaca, doctor, y no se pierda detalle.
Unos pasos lentos y pesados, que se habían oído en la escalera y en el pasillo, se detuvieron justo al otro
lado de la puerta. A continuación, sonó un golpe fuerte y autoritario.
––¡Adelante! ––dijo Holmes.
Entró un hombre que no mediría menos de dos metros de altura, con el torso y los brazos de un Hércules.
Su vestimenta era lujosa, con un lujo que en Inglaterra se habría considerado rayano en el mal gusto. Grue-
sas tiras de astracán adornaban las mangas y el delantero de su casaca cruzada, y la capa de color azul oscu-
ro que llevaba sobre los hombros tenía un forro de seda roja como el fuego y se sujetaba al cuello con un
broche que consistía en un único y resplandeciente berilo. Un par de botas que le llegaban hasta media pan-
torrilla, y con el borde superior orlado de lujosa piel de color pardo, completaba la impresión de bárbara
opulencia que inspiraba toda su figura. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha, y la parte superior de
su rostro, hasta más abajo de los pómulos, estaba cubierta por un antifaz negro, que al parecer acababa de
ponerse, ya que aún se lo sujetaba con la mano en el momento de entrar. A juzgar por la parte inferior del
rostro, parecía un hombre de carácter fuerte, con labios gruesos, un poco caídos, y un mentón largo y recto,
que indicaba un carácter resuelto, llevado hasta los límites de la obstinación.
––¿Recibió usted mi nota? ––preguntó con voz grave y ronca y un fuerte acento alemán––. Le dije que
vendría a verle ––nos miraba a uno y a otro, como si no estuviera seguro de a quién dirigirse.
––Por favor, tome asiento ––dijo Holmes––. Éste es mi amigo y colaborador, el doctor Watson, que de
vez en cuando tiene la amabilidad de ayudarme en mis casos. ¿A quién tengo el honor de dirigirme?
––Puede usted dirigirse a mí como conde von Kramm, noble de Bohemia. He de suponer que este caba-
llero, su amigo, es hombre de honor y discreción, en quien puedo confiar para un asunto de la máxima im-
portancia. De no ser así, preferiría muy mucho comunicarme con usted solo.
Me levanté para marcharme, pero Holmes me cogió por la muñeca y me obligó a sentarme de nuevo.
––O los dos o ninguno ––dijo––. Todo lo que desee decirme a mí puede decirlo delante de este caballero.
El conde encogió sus anchos hombros.
––Entonces debo comenzar ––dijo–– por pedirles a los dos que se comprometan a guardar el más absolu-
to secreto durante dos años, al cabo de los cuales el asunto ya no tendrá importancia. Por el momento, no
exagero al decirles que se trata de un asunto de tal peso que podría afectar a la historia de Europa.
––Se lo prometo ––dijo Holmes.
––Y yo.
––Tendrán que perdonar esta máscara ––continuó nuestro extraño visitante––. La augusta persona a
quien represento no desea que se conozca a su agente, y debo confesar desde este momento que el título
que acabo de atribuirme no es exactamente el mío.
––Ya me había dado cuenta de ello ––dijo Holmes secamente.
––Las circunstancias son muy delicadas, y es preciso tomar toda clase de precauciones para sofocar lo
que podría llegar a convertirse en un escándalo inmenso, que comprometiera gravemente a una de las fami-
lias reinantes de Europa. Hablando claramente, el asunto concierne a la Gran Casa de Ormstein, reyes here-
ditarios de Bohemia.
––También me había dado cuenta de eso ––dijo Holmes, acomodándose en su butaca y cerrando los ojos.
Nuestro visitante se quedó mirando con visible sorpresa la lánguida figura recostada del hombre que, sin
duda, le había sido descrito como el razonador más incisivo y el agente más energético de Europa. Holmes
abrió lentamente los ojos y miró con impaciencia a su gigantesco cliente.
––Si su majestad condescendiese a exponer su caso ––dijo––, estaría en mejores condiciones de ayudarle.
El hombre se puso en pie de un salto y empezó a recorrer la habitación de un lado a otro, presa de incon-
tenible agitación. Luego, con un gesto de desesperación, se arrancó la máscara de la cara y la tiró al suelo.
––Tiene usted razón ––exclamó––. Soy el rey. ¿Por qué habría de ocultarlo?
––¿Por qué, en efecto? ––murmuró Holmes––. Antes de que vuestra majestad pronunciara una palabra,
yo ya sabía que me dirigía a Guillermo Gottsreich Segismundo von Ormstein, gran duque de Cassel-
Falstein y rey hereditario de Bohemia.
––Pero usted comprenderá ––dijo nuestro extraño visitante, sentándose de nuevo y pasándose la mano
por la frente blanca y despejada––, usted comprenderá que no estoy acostumbrado a realizar personalmente
esta clase de gestiones. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a un agente sin
ponerme en su poder. He venido de incógnito desde Praga con el fin de consultarle.
––Entonces, consúlteme, por favor ––dijo Holmes cerrando una vez más los ojos.
––Los hechos, en pocas palabras, son estos: hace unos cinco años, durante una prolongada estancia en
Varsovia, trabé relación con la famosa aventurera Irene Adler. Sin duda, el nombre le resultará familiar.
––Haga el favor de buscarla en mi índice, doctor ––murmuró Holmes, sin abrir los ojos.
Durante muchos años había seguido el sistema de coleccionar extractos de noticias sobre toda clase de
personas y cosas, de manera que era difícil nombrar un tema o una persona sobre los que no pudiera aportar
información al instante. En este caso, encontré la biografía de la mujer entre la de un rabino hebreo y la de
un comandante de estado mayor que había escrito una monografía sobre los peces de las grandes profundi-
dades.
––Veamos ––dijo Holmes––. ¡Hum! Nacida en Nueva Jersey en 1858. Contralto... ¡Hum! La Scala...
¡Hum! Prima donna de la ópera Imperial de Varsovia... ¡Ya! Retirada de los escenarios de ópera... ¡Ajá!
Vive en Londres... ¡Vaya! Según creo entender, vuestra majestad tuvo un enredo con esta joven, le escribió
algunas cartas comprometedoras y ahora desea recuperar dichas cartas.
––Exactamente. Pero ¿cómo...?
––¿Hubo un matrimonio secreto?
––No.
––¿Algún certificado o documento legal?
––Ninguno.
––Entonces no comprendo a vuestra majestad. Si esta joven sacara a relucir las cartas, con propósitos de
chantaje o de cualquier otro tipo, ¿cómo iba a demostrar su autenticidad?
––Está mi letra.
––¡Bah! Falsificada.
––Mi papel de cartas personal.
––Robado.
––Mi propio sello.
––Imitado.
––Mi fotografia.
––Comprada.
––Estábamos los dos en la fotografía.
––¡Válgame Dios! Eso está muy mal. Verdaderamente, vuestra majestad ha cometido una indiscreción.
––Estaba loco... trastornado.
––Os habéis comprometido gravemente.
––Entonces era sólo príncipe heredero. Era joven. Ahora mismo sólo tengo treinta años.
––Hay que recuperarla.
––Lo hemos intentado en vano.
––Vuestra majestad tendrá que pagar. Hay que comprarla.
––No quiere venderla.
––Entonces, robarla.
––Se ha intentado cinco veces. En dos ocasiones, ladrones pagados por mí registraron su casa. Una vez
extraviamos su equipaje durante un viaje. Dos veces ha sido asaltada. Nunca hemos obtenido resultados.
––¿No se ha encontrado ni rastro de la foto?
––Absolutamente ninguno.
Holmes se echó a reír.
––Sí que es un bonito problema ––dijo.
––Pero para mí es muy serio ––replicó el rey en tono de reproche.
––Mucho, es verdad. ¿Y qué se propone ella hacer con la fotografia?
––Arruinar mi vida.
––Pero ¿cómo?
––Estoy a punto de casarme.
––Eso he oído.
––Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Quizá conozca us-
ted los estrictos principios de su familia. Ella misma es el colmo de la delicadeza. Cualquier sombra de
duda sobre mi conducta pondría fin al compromiso.
––¿Y qué dice Irene Adler?
––Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará. Sé que lo hará. Usted no la conoce, pero tiene un ca-
rácter de acero. Posee el rostro de la más bella de las mujeres yla mentalidad del más decidido de los hom-
bres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer con tal de evitar que yo me case con otra mujer... nada.
––¿Estáis seguro de que no la ha enviado aún?
––Estoy seguro.
––¿Por qué?
––Porque ha dicho que la enviará el día en que se haga público el compromiso. Lo cual será el lunes
próximo.
––Oh, entonces aún nos quedan tres días ––dijo Holmes, bostezando––. Es una gran suerte, ya que de
momento tengo que ocuparme de uno o dos asuntos de importancia. Por supuesto, vuestra majestad se que-
dará en Londres por ahora...
––Desde luego. Me encontrará usted en el Langham, bajo el nombre de conde von Kramm.
––Entonces os mandaré unas líneas para poneros al corriente de nuestros progresos.
––Hágalo, por favor. Aguardaré con impaciencia.
––¿Y en cuanto al dinero?
––Tiene usted carta blanca.
––¿Absolutamente?
––Le digo que daría una de las provincias de mi reino por recuperar esa fotografía.
––¿Y para los gastos del momento?
El rey sacó de debajo de su capa una pesada bolsa de piel de gamuza y la depositó sobre la mesa.
––Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes de banco ––dijo.
Holmes escribió un recibo en una hoja de su cuaderno de notas y se lo entregó.
––¿Y la dirección de mademoiselle? ––preguntó.
––Residencia Briony, Serpentine Avenue, St. John's Wood. Holmes tomó nota.
––Una pregunta más ––añadió––. ¿La fotografia era de formato corriente?
––Sí lo era.
––Entonces, buenas noches, majestad, espero que pronto podamos darle buenas noticias. Y buenas no-
ches, Watson ––añadió cuando se oyeron las ruedas del carricoche real rodando calle abajo––. Si tiene us-
ted la amabilidad de pasarse por aquí mañana a las tres de la tarde, me encantará charlar con usted de este
asuntillo.
2
A las tres en punto yo estaba en Baker Street, pero Holmes aún no había regresado. La casera me dijo
que había salido de casa poco después de las ocho de la mañana. A pesar de ello, me senté junto al fuego,
con la intención de esperarle, tardara lo que tardara. Sentía ya un profundo interés por el caso, pues aunque
no presentara ninguno de los aspectos extraños y macabros que caracterizaban a los dos crímenes que ya he
relatado en otro lugar, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente le daban un carácter propio.
La verdad es que, independientemente de la clase de investigación que mi amigo tuviera entre manos, había
algo en su manera magistral de captar las situaciones y en sus agudos e incisivos razonamientos, que hacía
que para mí fuera un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con los que
Zgłoś jeśli naruszono regulamin