Tolstoi, Leon - El musico alberto.pdf

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EL MÚSICO
ALBERTO
LEON TOLSTOI
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EL MÚSICO ALBERTO
I
A las tres de la mañana, cinco jóvenes de apa-
riencia fastuosa entraban en un baile de San Pe-
tersburgo, dispuestos a recrearse. Bebíase champaña
copiosamente. La mayoría de los invitados eran muy
jóvenes y abundaban entre ellos las mujeres jóvenes
también y hermosas. El piano y el violín tocaban sin
interrupción, una polka tras otra. El baile y el ruido
no cesaban; pero los concurrentes parecían aburri-
dos; sin saber por qué era visible que no reinara allí
la alegría que en tales fiestas parece debe reinar.
Varias veces probaron algunos a reanimarla, pero
la alegría fingida es peor aún que el tedio más pro-
fundo.
Uno de los cinco jóvenes, el más descontento de
sí mismo, de los otros de la velada, levantóse con
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LEÓN TOLSTOI
aire contrariado, buscó su sombrero y salió con la
intención de marcharse y no volver.
La antesala estaba desierta, pero al través de una
de las puertas oíanse voces en el salón contiguo. El
joven se detuvo y púsose a escuchar.
-No se puede entrar...; están los invitados -decía
una voz de mujer.
-Que no se puede pasar, porque allí no entran
más que los invitados -dijo otra voz de mujer.
-Dejadme pasar, os lo ruego, pues eso no im-
porta -suplicaba una voz débil de hombre.
-Yo no puedo dejaros pasar sin el permiso de la
señora-. ¿A dónde vais? ¡Ah!...
Abrióse la puerta y en el umbral apareció un
hombre de aspecto extraño. Al ver salir al joven, la
criada cesó de retenerle y el extraño personaje salu-
dó tímidamente, y, tambaleándose en sus corvas
piernas, entró en el salón. Era un hombre de me-
diana estatura, la espalda encorvada y los cabellos
largos y en desorden. Llevaba abrigo roto, pantalo-
nes estrechos y rotos, botas abiertas y en muy mal
estado; una corbata parecida a una cuerda se anuda-
ba en su blanco cuello. Una camisa sucia le salía por
las mangas, sobre las flacas manos. Pero, a pesar de
la extraordinaria magrura de su cuerpo, su cara era
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EL MÚSICO ALBERTO
blanca y fresca, y un ligero carmín coloreaba sus
mejillas entre la barba y las patillas negras. Los ca-
bellos en desorden descubrían una frente hermosa y
pura. Los ojos sombríos, cansados, miraban fija y
humildemente, y al mismo tiempo con gravedad.
Esta expresión confundíase de modo agradable con
la de sus frescos y arqueados labios, que se perci-
bían bajo el escaso bigote.
Dio algunos pasos y se detuvo; volvióse hacia el
joven y sonrió. Sonrió con algún esfuerzo, pero
cuando esta sonrisa asomó a sus labios, el joven, sin
explicarse por qué, sonrió también.
-¿Quién es ese hombre? -preguntó en voz baja la
criada, cuando el otro hubo desaparecido hacia la
sala donde se bailaba.
-Es un músico de teatro, un loco -respondió la
doncella. A veces visita a la señora.
-¿Dónde te has metido, Delessov? -clamaron en
la sala.
El joven a quien llamaban Delessov volvió al
salón.
El músico estaba cerca de la puerta, observando
a los que bailaban, y su sonrisa, su mirada y sus mo-
vimientos, daban una idea exacta del placer que le
producía el espectáculo.
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